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Pubbl. Lun, 27 Nov 2023
Sottoposto a PEER REVIEW

La doctrina Murray en el derecho penal español (ambivalencia del silencio o ius tacendi)

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Jacinto Pérez Arias
Professore AssociatoNessuna



La moltitudine di reati classificati nel codice penale spagnolo ci dà la misura corretta delle centinaia di comportamenti ed elementi tipici che esistono. È sorprendente e allo stesso tempo paradossale. Il problema del silenzio è stato ampiamente dibattuto dalla dottrina e dalla giurisprudenza, evidenziando, tra tutte, la sentenza della Corte Europea dei Diritti dell´Uomo nel caso Murray contro il Regno Unito, che è stata accolta dalle nostre Alte Corti. In questo lavoro si cercherà di avvicinarsi alla cosiddetta dottrina Murray e alla sua possibile o, al contrario, dubbia, automatica applicazione al diritto spagnolo.


ENG

The Murray doctrine in Spanish criminal law (ambivalence of silence or ius tacendi)

The multitude of crimes classified in the Spanish penal code gives us the correct measure of the hundreds of typical behaviors and elements that exist. It is surprising and at the same time, paradoxical. The problem of silence has been widely discussed by doctrine and jurisprudence, highlighting, for example, the ruling of the European Court of Human Rights in the case of Murray against the United Kingdom. In this work, we will try to make an approach to the so-called Murray doctrine, and its possible application to Spanish Law.

Sumarium. 1. Introducción; 2. Origen de la doctrina Murray; 3. Contenido esencial del derecho a guardar silencio; 4. Interpretación jurisprudencial de la doctrina Murray en España; 5. Consideraciones particulares sobre la prueba de cargo; El indicio. 6; Conclusiones.

1. Introducción

Hace tiempo que la trayectoria del derecho penal y del derecho procesal penal es de deriva; y cuando el rumbo fenomenológico de un sector del ordenamiento jurídico es el de colisión, cabe preguntarse si solo es que tenemos un mal legislador (en momentos convulsos), o si la sociedad está cambiando hacia posturas extremistas.

El proceso penal, inicialmente configurado para debatir y discutir posiciones jurídicas, con actitud extrovertida, está sufriendo un palmario viraje al hermetismo silencioso, a la introversión más absoluta, al momento de las resoluciones judiciales y al poco proceso oral en sentido tradicional (o al menos con poco efecto). Ha cobrado un importante papel la prueba preconstituida escrita, imponiéndose, así, a cualquier valoración oral técnica, propia de la inmediación del acto del juicio oral[1].

Y no ha de extrañar este resultado. Hace mucho tiempo que el derecho penal se ha convertido en un lenguaje televisivo, donde todos, juristas, profanos o leguleyos, tienen mucho que decir, algo que opinar y ninguna intención de mejorar. Además, la sociedad, que reclama una injusta igualdad paritaria, cree hablar al mismo nivel técnico que lo hace, o debiera hacer, un jurista. Pero no nos confundamos, eso que habla la sociedad es política, no es Derecho.

Suponer que lo técnico es comprensible para cualquier ciudadano es mucho suponer; en las aulas de las Facultades de Derecho, se forma a los alumnos para que obtengan la suficiente capacidad abstracta que les permita entender el por qué de las cosas en el mundo jurídico, y saberlas explicar. Y es que para todo hay un por qué y un por qué no; una acción que nos permite avanzar o un motivo para retroceder. Eso, que llaman evolución, ha dejado de existir en derecho penal. Todo es opinable, y qué más da, exclaman algunos, que sea en un lenguaje jurídico, periodístico, coloquial, o vulgar.  

Estoy totalmente de acuerdo con quien considera que el derecho penal se ha centrado en demasía en el estudio técnico del delito, pretiriendo que, ante todo, el delito es un fenómeno social que preocupa e intranquiliza a la sociedad en general. Sin embargo, eso no justifica que el aspecto social del delito -la preocupación social y la seguridad colectiva- se imponga sobre su aspecto técnico. Si es así, esta sociedad no necesita el Derecho, sino recuperar su facultad de venganza; una venganza que permita oscilar la proporcionalidad en función de las “alarmas sociales” fabricadas, o prefabricadas, a través de las redes sociales.

 Parece evidente que el legislador no tiene esa función de calmar a la moda imperante y fugaz de la opinión pública, ni puede caminar al ritmo frenético de los tiempos digitales actuales. Y lo más preocupante es que esa necesidad de pena, auspiciada por una opinión pública expresada online muchas veces no refleja la realidad, sino la directriz interesada de quien la promueve anónimamente. De ahí que estemos ante una auténtica sociedad de la desinformación. Como se ha señalado, la desinformación social es la clave que dificulta todo. Una desinformación que se observa en la facilidad de crear (y creer) hechos inexistentes (fake news), en la extrema confianza y ‘falsa’ necesidad de las redes sociales y en el comercio electrónico (PÉREZ ARIAS[2]). Es, en ese contexto, donde ha de situarse la actual crisis del derecho penal, como derecho de garantías. La actual sociedad, encaprichada en que todo hecho tenga encaje en su opinión subjetiva (y no al revés) no puede querer controlar lo que desconoce también.

Contestar a por qué un acusado no puede ser condenado sin pruebas, por qué su silencio no puede ser aprovechado por quien tiene la obligación legal y procesal de probar, por qué un delito no puede tener una pena con extensión o naturaleza caprichosa o, en fin, por qué el proceso penal es la garantía última de la aplicación técnica y equitativa del derecho -y no una venganza puramente retributiva- es el oficio al que muchos dedicamos el día a día.

El derecho penal pretende, entre otras cosas, que la sociedad tenga seguridad jurídica, que es otro tipo de seguridad, aunque para ello se deba hacer prevalecer, con frecuencia, la protección de quien se ve perseguido por un sistema infinitivamente más poderoso que él. Al fin y al cabo, no debe olvidarse, al condenado le seguirá, tras el proceso, el cumplimiento duro de una pena ejecutada por un sistema impasible; y esto no debe tratarse con frivolidad

¿Puede ser el silencio de un acusado la mejor o única prueba contra él? En el trabajo que sigue intentaremos abordar esta cuestión técnica desde una perspectiva penal.

2. Origen de la doctrina Murray

El día 8 de febrero de 1996, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante, TEDH) dictó su Sentencia 1996/7 (tras demanda 18731/1991), en el asunto John Murray contra el Reino Unido[3].

Dicha causa versaba, entre otras materias, sobre si el silencio del acusado podía, como sucedió ante los Tribunales del Reino Unido, utilizarse en contra de aquel. Concretamente, en las primeras declaraciones indagatorias practicadas ante el juez, se utilizó la siguiente fórmula: “La Ley me obliga también a decirles que, si se niegan a prestar juramento, o si, tras haber prestado juramento, se niegan, sin razón válida, a responder a alguna pregunta, cuando el Tribunal decida sobre su culpabilidad o su inocencia, podrá, si lo considera apropiado, admitir contra ustedes esa negativa a declarar o a responder a las preguntas”. Por consejo de su abogado, John Murray eligió no declarar, como así lo había hecho ya ante la policía, y luego repetirá en el Juicio Oral. El 8 de mayo de 1991, fue condenado como cómplice de un delito de detención ilegal (false imprisonment/unlawful imprisonment) a ocho años de prisión.

En esta primera sentencia de condena, el juez afirmó –imaginamos que al advertir que toda su valoración probatoria se hacía apoyar en una interpretación deductiva del silencio de Murray- que las conclusiones a las que se puede llegar -con toda la razón- contra un acusado varían según el asunto, en función de sus circunstancias particulares; y, por supuesto, el hecho de que un acusado no haya declarado en su defensa no es en sí un indicio de culpabilidad. Sin embargo, el silencio sí constituyó un indicio más o, en términos valorativos deductivos, el principal indicio, porque se erigió en hilo conductor de todas las pruebas indiciarias periféricas existentes. Sin ese silencio, no se podría haber interpretado el relato acusatorio del modo en el que se hizo.

En la sentencia de apelación se llegó a la misma conclusión condenatoria; se indicó que, habida cuenta de que John Murray (como persona que había jugado un papel efectivo en las actividades relativas al cautiverio) fue el único acusado al que vio la víctima, hubiera sido necesaria una respuesta por parte de aquel frente a las afirmaciones de esta. Se redunda, por tanto, en esa interpretación deductiva del silencio como única respuesta existente ante las afirmaciones de la víctima.

El asunto terminó en el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, alegando el demandante la violación del derecho a guardar silencio y a no contribuir a su propia incriminación, por vulneración del artículo 6 apartados 1 y 2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos[4].

En la demanda se sostenía que John Murray fue grave y doblemente penalizado por haber elegido guardar silencio: la primera vez por su silencio en el curso de los interrogatorios de policía y, la otra, por el hecho de no haber declarado en el curso del proceso, considerando que utilizar en su contra el silencio ante la policía y su negativa a declarar en el momento del proceso equivaldría a invertir la presunción de inocencia y la carga de la prueba que de ello se desprende; es decir, que es a la acusación a quien incumbe probar la culpabilidad del acusado, sin obligarle de ninguna manera a prestar su colaboración.

Se fundamentó la demanda en que tal derecho se encontraba implícito en el artículo 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Tesis esta que armonizaba con lo sostenido por Amnistía Internacional[5],  cuando mantenía que permitir sacar conclusiones desfavorables del silencio que guarda el acusado es un medio de coacción eficaz que hace deslizar la carga de la prueba de la acusación al acusado y que es incompatible con el derecho de no estar obligado a reconocerse culpable o de declarar contra sí mismo; al acusado, en efecto, no se le dejaría ninguna opción razonable entre callarse –que sería considerado como un testimonio de cargo– y declarar[6]. En el mismo sentido, se han expresado otras organizaciones como Liberty, o Justice. Ésta última, como incluso se señala en la Sentencia de Estrasburgo, tiene afirmado que las trabas puestas al derecho a guardar silencio generan el peligro de aumentar el número de errores judiciales[7].

Contraria a esta opinión es la Northern Ireland Standing Advisory Comission on Human Rights, al considerar que el derecho a permanecer en silencio no es un derecho absoluto, sino más bien una garantía que puede, en algunos casos, ser eliminada a condición de introducir otras protecciones apropiadas para los acusados que equilibren el riesgo eventual de condenas injustas[8].

En su defensa, el gobierno inglés subrayó, entre otros motivos, la abrumadora existencia de pruebas             de cargo, lo que nos llevará más adelante a examinar la prueba periférica en el proceso penal español, como elemento probatorio capaz de desvirtuar la presunción de inocencia de un acusado.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos tuvo que decidir si el ejercicio del derecho a guardar silencio -por parte de un acusado- no podría jamás servir en su contra en el proceso o, a título subsidiario, si siempre procede considerar como una coacción abusiva el hecho de informarle por adelantado de que, bajo ciertas condiciones, su silencio podrá ser así utilizado. Con todo, se afirmó que solamente cuando las pruebas de cargo requieren una explicación, que el acusado debería ser capaz de dar, es cuando la ausencia de explicación puede permitir concluir, por un simple razonamiento de sentido común, que no existe ninguna explicación posible[9].

Finalmente, la sentencia falla, respecto del silencio del acusado, que no hubo violación de su derecho a un proceso equitativo, aunque se produjeron hasta 3 votos particulares (dissenting opinión).

3. Contenido esencial del derecho a guardar silencio

El Derecho a guardar silencio, o ius tacendi, no tiene gran arraigo –histórico- en la legislación española. Como señala la doctrina, la plasmación legal del derecho al silencio tiene todavía una corta historia en España, pues no fue hasta la promulgación de la Constitución de 1978 cuando se instauró como indudable derecho del imputado, debiendo resaltar que la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en su redacción originaria, incluía en su artículo 387 la exhortación de decir verdad y el deber del imputado de contestar conforme a la verdad[10] (ASENCIO GALLEGO[11]).

Este último precepto se derogó a través de la Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para el fortalecimiento de las garantías procesales y la regulación de las medidas de investigación tecnológica. Por tanto, España no es, ni muchísimo menos, el pionero ni el creador de este derecho tan fundamental para el proceso penal. Actualmente, como decimos, se encuentra consagrado en el artículo 24.2 de la Constitución Española y artículo 118.1.g) de la Ley de enjuiciamiento criminal, como corolario de la presunción de inocencia (STS 654/1997[12]).

A nivel Europeo, y en prueba del carácter supranacional, y no solo procesal de este derecho, la Directiva UE 2016/343 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 9 de marzo, afirma expresamente que el derecho a guardar silencio es un aspecto importante de la presunción de inocencia y debe servir como protección frente a la autoinculpación[13], aclarando que el silencio y el derecho a no declarar contra sí mismo deben aplicarse a los aspectos relacionados con la infracción penal de cuya comisión es sospechosa o acusada una persona y no, por ejemplo, a las cuestiones relacionadas con su identificación.

Estos derechos (a no declarar ni declarar contra sí mismo) no aparecen enunciados expresamente en muchos de los textos constitucionales de los países de nuestro entorno[14], aunque sí se recogen en las Leyes procesales. En el ámbito internacional, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de 19 de diciembre de 1966, ratificado por España, los proclama como derechos de toda persona acusada de un delito durante el proceso (art. 14.3). Por su parte, ni la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948, ni el Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, de 4 de noviembre de 1950, consagran de manera formal y expresa los citados derechos a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable, si bien el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el marco de las garantías del artículo 6.1 del Convenio, ha reconocido el derecho que tiene todo acusado en materia penal, en el sentido autónomo que el Tribunal ha otorgado a dicha noción en el texto del Convenio y frente al Derecho interno, a guardar silencio y de no contribuir de ninguna manera a su propia incriminación (MAGRO SERVET[15]).

Dejando al margen que se atribuye a Edward Coke la proclamación de este derecho a guardar silencio en la Inglaterra del S. XVII, para conocer el contenido moderno de este derecho, hemos de acudir al derecho penal norteamericano, y concretamente al caso Miranda (Ernesto Miranda contra el Estado de Arizona) en el año 1966, con la decisión adoptada, por la Corte Suprema de los Estados Unidos, para proteger el derecho de la Quinta Enmienda (Fifth Amendment[16]) de un detenido, tras un durísimo interrogatorio policial. A partir de este caso, se reconoció, con la proyección universal que hoy conocemos, el derecho a guardar silencio y a la no autoincriminación. También se protege este derecho con la Sexta Enmienda relativa al derecho al asesoramiento legal.

Informar o advertir de este derecho a todo investigado o acusado se denomina, precisamente, Advertencia Miranda (Miranda Warning[17]). Con todo, existe una excepción a tal advertencia, que es la situación urgente que requiera proteger la seguridad pública, tal y como dispuso la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso Nueva York contra Quarles[18], en el año 1984. La Advertencia Miranda, ha sido ratificada por la Corte Suprema de los Estados Unidos en el año 2000, a través del caso Dickerson[19].

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha señalado que el Convenio no prohíbe que se tenga en cuenta el silencio de un acusado para declararlo culpable, a menos que su condena se base exclusiva o principalmente en su silencio. Así, en el caso Zschüschev c. Bélgica[20], se indicó que los tribunales nacionales establecieron de forma convincente un conjunto de pruebas que corroboraban la culpabilidad del demandante, de manera que su negativa a dar explicaciones sobre el origen del dinero, cuando la situación exigía una explicación por su parte, solo sirvió para reforzar esas pruebas. Teniendo en cuenta el peso de las pruebas contra el demandante, las conclusiones extraídas de su negativa a dar una explicación convincente sobre el origen del dinero responden al sentido común y no pueden considerarse injustas o irrazonables, ni comportan el efecto de desplazar la carga de la prueba de la acusación a la defensa, en contra del principio de presunción de inocencia garantizado por el artículo 6 § 2 del Convenio.

A nivel interno, nuestro Tribunal Constitucional ha señalado que, el derecho a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable, constituyen garantías o derechos instrumentales del genérico derecho de defensa, al que prestan cobertura en su manifestación pasiva, esto es, la que se ejerce precisamente con la inactividad del sujeto sobre el que recae o puede recaer una imputación, quien, en consecuencia, puede optar por defenderse en el proceso en la forma que estime más conveniente para sus intereses, sin que en ningún caso pueda ser forzado o inducido, bajo constricción o compulsión alguna, a declarar contra sí mismo o a confesarse culpable (entre otras, SSTC 36/1983[21], de 11 mayo de 1983, STC 127/1992[22], de 28 de septiembre, STC 197/1995[23], de 21 de diciembre, STC 229/1999[24] de 13 de diciembre, y STC 127/2000[25] de 16 de mayo).

Dicho de otra manera, se encuentra ínsito en el derecho de defensa la alternativa, u opción, de no hacer nada, siendo esta inactividad parte del contenido activo de defensa. La cuestión no es baladí, pues no se trata de no defenderse, sino de defenderse mediante el silencio, para que los jueces analicen solo el material probatorio del que disponen las acusaciones, sin sumarle dato alguno que pudiera aportar el acusado con su declaración. Si tal técnica es la correcta o no, no puede contestarse genérica ni mecánicamente, pues depende en exclusiva del concreto caso y de las concretas pruebas que obren en el procedimiento. Como se ha señalado por la doctrina, el derecho a guardar silencio es, junto a los derechos a no declarar y a no confesarse culpable, uno de los exponentes de ese genérico derecho del imputado a la “no colaboración”, puesto que la defensa garantiza la “posibilidad” de intervenir, pero no impone la obligación de hacerlo (CAROCCA PÉREZ[26]; y en el mismo sentido ORTEGO PÉREZ[27]).

Esto último es un factor a tener en cuenta, pues entronca directamente con otro problema fundamental, que es el de la pérdida del derecho a la presunción de inocencia. Si ese divulgador de derecho penal –de barra de bar o de televisión- al que hacíamos referencia al inicio, desconoce algo por completo, es que el silencio del acusado no obsta a que la acusación tenga suficientes medios probatorios para, por sí sola, desvirtuar la presunta inocencia del acusado. Y es que, como bien se colegirá, no es lo mismo que el acusado no se crea (incluso porque sepa que es falsa) la declaración de un testigo, a que esta declaración, al final, sea valorada como suficiente y positiva por el juez, que es quien decide si se cree o no dicho testimonio. Es, en estos casos, dónde el silencio puede ser un evidente enemigo del acusado, no por lo que se deduzca de él, sino por lo importante que puedan ser sus afirmaciones para enervar la declaración de un testigo que miente. Si hubiera otros medios probatorios para ello, es cierto que el silencio del acusado puede volver a cobrar todo su sentido procesal. Como se puede apreciar, no hay categorías absolutas en la tarea de defender, porque nada de absoluto hay en la tarea de creer o valorar.

El encaje del silencio procesal y, sobre todo, su coherencia con el resto de derechos constitucionales, sin que puedan producirse paradojas normativas o disfunciones sistémicas, es el punto clave de la cuestión. Se trata, en síntesis, de valorar si el silencio debe ser objeto neutro de valoración o, si, por el contrario, y siguiendo una tesis utilitarista, el silencio debe quedar subordinado a un fin superior, como es la correcta administración de justicia (al menos como objetivo público). Con poca fortuna, los Tribunales tratan de conservar el valor neutro del silencio, pero eso no obsta a que, en base a otros principios como el de inmediación judicial, terminen imponiendo estos criterios utilitaristas, que acaban por vaciar ese necesario valor neutro del silencio, borrando cualquier atisbo de armonía constitucional entre derechos. Es cierto que la víctima debe tener derecho a la tutela judicial efectiva, pero no es menos cierto que esa tutela no puede construirse a costa de la vulneración de otros derechos (o del derecho principal) del acusado.

De ahí que se haya señalado que, aunque a priori pudiera pensarse que del silencio no puede derivarse nada, lo cierto es que, en la práctica, en determinadas circunstancias, lo que no se dice o, para ser más precisos, lo que no se explica en aquellas situaciones que exigen una explicación, puede comportar consecuencias; sin olvidar que, por otra parte, el silencio del acusado en el juicio oral va a permitir, además, traer a colación las declaraciones prestadas con anterioridad como material valorable dentro del conjunto probatorio (DUART ALBIOL[28]).

Prueba evidente de esta posibilidad residual de tomar el silencio como algo carente de neutralidad la encontramos en la citada Directiva 2016/343 del Parlamento Europeo y del Consejo, cuando al tiempo de afirmar el derecho al silencio como principio irrenunciable, matiza dicha neutralidad al ponerla en relación con las reglas de valoración de la prueba. El único límite es la no vulneración del derecho de defensa, límite este de difícil encaje cuando se parte de que el silencio puede valorarse en sentido perjudicial al acusado. Concretamente, se dice en el considerando 28 de la citada norma que el ejercicio del derecho a guardar silencio o del derecho a no declarar contra sí mismo no debe utilizarse en contra de un sospechoso o acusado y no debe considerarse por sí mismo como prueba de que el interesado haya cometido la infracción penal en cuestión. Ello debe entenderse sin perjuicio de las normas nacionales, relativas a la valoración de la prueba por parte de los jueces o tribunales, siempre que se respete el derecho de defensa. Dicho de otra manera, la Directiva trata de salvar institucionalmente los principios pero, en prueba de una insuperable hipocresía legislativa, abre la puerta a esa práctica utilitarista, que terminaría venciendo al derecho fundamental en pos de una respuesta judicial condenatoria.

En palabras de REBOLLO VARGAS[29], las dudas relativas a la interpretación del derecho a guardar silencio deben ajustarse al mandato del art. 7.5 de la Directiva[30], esto es, que no cabe dotar de valor probatorio al silencio ni puede ser utilizado en contra del acusado.

Por su parte, la Sala Segunda del Tribunal Supremo señala que el artículo 6.3 d) del Convenio Europeo debe interpretarse en el sentido de que el derecho a interrogar supone la existencia de una oportunidad apropiada para combatir los testimonios vertidos en su contra e interrogar al autor cuando declare o en momento posterior, pero cuando el silencio de éste supone una circunstancia ajena a la voluntad del Tribunal. Lo que realmente protege la Constitución no es propiamente la contradicción efectiva, sino la posibilidad de contradicción, que conlleva la exigencia de que sean citadas al interrogatorio todas las partes que puedan verse afectadas por las declaraciones del coacusado, si ante su negativa a declarar o contestar a todas o algunas preguntas o de responder a una parte sí y a otra no, éstas hicieron constar sus preguntas en el acta del juicio oral. Ante tal negativa, basta con la posibilidad de interrogar a quien declara en su contra, al objeto de contradecir su credibilidad y el contenido de su testimonio incriminatorio, pero ello no conlleva necesariamente el derecho a obtener una respuesta, ya que el declarante está ejerciendo un derecho constitucionalmente reconocido (STS 5752/2014[31]).

Aunque más adelante volveremos al criterio sostenido por la jurisprudencia española, hemos de resaltar la cobertura normativa que este derecho fundamental (derivado del derecho de defensa y la presunción de inocencia) tiene en el ordenamiento constitucional y jurídico español.

4. Interpretación jurisprudencial de la doctrina Murray en España.

Por mucho que la doctrina Murray sea de interés constitucional, en España no resultaría aplicable en sentido estricto y puro. Hemos de recordar que, en el derecho anglosajón, un acusado está obligado a decir verdad, pudiendo, en caso contrario, incurrir en un delito de falso testimonio (o perjurio, en la nomenclatura anglosajona). Es más, su derecho a declarar tiene un momento procesal muy concreto: el final del procedimiento, después de que el acusado haya podido escuchar a todos los testigos y valorar toda la prueba practicada en el plenario en su contra.

Por eso, decidir o no la declaración del acusado es un momento muy trascendental en el proceso penal anglosajón, porque supone decidir qué puede aportar su declaración a todo el acervo probatorio practicado en el juicio. Si no hay material probatorio de cargo suficiente, a juicio de la defensa, se decidirá la no declaración; si algo hay que aclarar es evidente que se llamará a declarar al acusado. Pero insistiendo en que la voluntariedad de tal acto conlleva obligaciones una vez se toma la decisión de prestar declaración, dado que si se decide declarar el acusado no podrá mentir y, si lo hiciera (y se detectara), será perseguido por perjurio (falso testimonio).

 Estamos, por ello mismo, ante un derecho de defensa muy distinto al configurado en España para el desarrollo del interrogatorio del acusado; en efecto, en derecho español el acusado es el primero en declarar, por lo que resulta complicado tener por válidas sus respuestas ya que no se conoce el resultado de la prueba. Recuérdese que la única prueba válida en el Juicio Oral es aquella que se practica en él, no siendo posible usar declaraciones practicadas durante la investigación policial o judicial si, conforme al artículo 714 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, no son incorporadas correctamente, y siempre que se haya revelado una contradicción entre lo que se está declarando en el acto del juicio oral y lo que se declaró anteriormente durante la investigación[32].

Por tanto, aquí sucede justo al revés que en el mundo anglosajón, esto es, se oye al acusado y luego se comprueba la veracidad de lo afirmado, a partir de la práctica del resto de la prueba. A cambio, no es que exista un derecho a mentir, pero sí una no obligación de decir verdad, sin que ello pueda reportarle consecuencia alguna al acusado, más allá de la mera incredulidad que su testimonio pueda ofrecerle al juez, en la valoración conjunta y libre de la prueba, cuando sus respuestas puedan reputarse intencionadamente falsas o, al menos, no acordes con la verdad.

Quizás por ello, en España se prevé la posibilidad de alterar el orden de las pruebas. Tal decisión corresponde al Presidente del Tribunal, naturalmente expresando el criterio mayoritario del conjunto de la Sala, según prevé expresamente el último párrafo del artículo 701[33] de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, cuando así lo estime procedente para el mayor esclarecimiento de los hechos o para el más seguro descubrimiento de la verdad[34].

Es razonable pensar que el orden tradicional de declaraciones en el proceso español[35] (junto a la posibilidad de valorar el silencio de manera incriminatoria), hurta significativamente contenido al derecho de defensa, ya que el acusado, al ser el primero en declarar, no lo hace conociendo de antemano qué material probatorio hay en su contra, sino de manera ciega y sin saber qué hay verdaderamente contra él (por ejemplo, uno podrá creer o intuir más o menos qué declarará un testigo, pero hasta que ese testigo no declare bajo contradicción, y con la presión del foro, no se sabe cuál será el resultado final de la prueba). Por tanto, tener en cuenta el silencio del acusado, en ese primer momento del proceso (al inicio del plenario) es abiertamente injusto, sobre todo cuando este silencio quiera utilizarse como prueba de cargo a partir de toda la prueba desplegada después de haber ejercido ese ius tacendi. Al inicio del plenario el silencio debería ser obligatorio, de ahí la importancia del orden de las declaraciones.

Por este motivo, en España se intentó, a través del Proyecto del Código Procesal Penal[36], modificar la configuración de la declaración del acusado en el proceso penal. Como puede consultarse en el texto del proyecto, en su artículo 448[37], se indicaba expresamente dos facultades importantes: De un lado, que el encausado prestara declaración única y exclusivamente a instancia de su Letrado, en cualquier momento del juicio hasta la terminación de la fase probatoria, aun cuando no hubiera sido incluida en el escrito de defensa. El Tribunal en ningún caso podrá rechazarla; y de otro, que la declaración del encausado se lleve a cabo en el turno de prueba de la defensa y cuando haya finalizado la práctica de todos los medios de prueba restantes, sin que el Ministerio Fiscal ni el resto de las partes puedan solicitar la declaración del encausado como medio de prueba.

En el intento de resolver la problemática del silencio del acusado, se indicaba en este Proyecto que no se podrá atribuir valor probatorio alguno a la falta de proposición por la defensa de la declaración del encausado, ni a la negativa de éste a contestar a alguna o algunas de las preguntas que se le formulen. No obstante, y para poder valorar las variaciones que se hayan producido durante todo el procedimiento en la declaración del acusado (incluyendo en la fase de instrucción), se establecía una regla interpretativa en el artículo 449.3 del citado proyecto: La declaración del encausado en la fase de investigación no podrá ser valorada como prueba de cargo por el Tribunal. Sin embargo, las contradicciones advertidas en su declaración y que hayan sido puestas de manifiesto en el acto del plenario, podrán ser integradas en la apreciación probatoria en el momento de valorar la credibilidad del encausado.

Por tanto, tampoco en el non nato código procesal penal (2012) se eliminaba del derecho español la facultad de mentir del acusado (no se le tomaba juramento o promesa), ni su declaración tenía el mismo rango que el de un testigo (obligado a decir verdad, salvo incurrir en delito de falso testimonio). En idéntico sentido se plantea la cuestión en el anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2020.

El problema jurídico del silencio del acusado, no es tanto el hecho en sí de no ofrecer alternativa a la versión dada por la acusación (esto fue lo inicialmente planteado por la Sentencia de instancia en el caso Murray, aunque en realidad es un problema de técnica defensiva), sino el contenido que quiere dotarse a dicho silencio por el tribunal (este es el verdadero problema jurídico); dicho de otro modo, cuando un tribunal –o antes una acusación- se ve en la posibilidad de llenar de contenido un silencio (examinado como una ventana de oportunidad), dándole el sentido interpretativo que se desee, en realidad no se está solo vulnerando el derecho al silencio, sino que se está componiendo, fabricando, a partir de ese silencio, la prueba de cargo que más interese mediante una mera conjetura, lo que terminará vulnerando el derecho a la presunción de inocencia, toda vez que un elemento del tipo puede dejar de ser probado, para ser meramente argumentado al estilo de la inquisición.

Así las cosas, el silencio del acusado se puede convertir en una prueba de cargo esencial (adornada tan solo con prueba periférica muy secundaria), provocando la obligación de declarar para no verse perjudicado con esa interpretación especulativa de su silencio. La doctrina Murray tiene todo su sentido en el derecho anglosajón, porque allí los interrogatorios tienen el mismo valor ante el juez, da igual que sea un testigo que sea el acusado. En España esto no ocurre.

En efecto, como se dijo más arriba, en el mundo anglosajón, un acusado tiene el derecho –al final del juicio oral- a decidir si declara o no, pero si lo hace tiene la obligación de decir verdad. De ahí que su interrogatorio solo pueda ser practicado cuando lo haya sido el resto de pruebas, porque es ahí cuando debe decidir si puede neutralizar –desde su verdad- el material probatorio de cargo. Solo cuando sus palabras puedan ser tergiversadas, o no pueda dar cierta explicación a algunas cuestiones del interrogatorio es cuando se aconseja que no declare.

Pero obviamente deben existir otras pruebas para neutralizar el material probatorio de cargo, pues, en otro caso, al silencio se le estaría dotando de un contenido claramente incriminatorio[38]. Esto ni siquiera tiene relación con el derecho a la última palabra del acusado que se permite en el ordenamiento procesal español, sobre todo cuando la práctica demuestra que este derecho no es, bajo ningún concepto, el derecho a una nueva declaración. Es más, siempre se permite el uso de esta última palabra con la advertencia de que solo se podrá decir aquello que, desde el punto de vista del acusado, no haya dicho ya su abogado, que suele ser poco o nada.

En España, el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de pronunciarse sobre esta problemática, indicando que el silencio, la falta de credibilidad o la demostración de la falsedad de las manifestaciones exculpatorias del acusado, nunca pueden constituir pruebas de cargo. Solo pueden tomarse en consideración cuando exista prueba de cargo de su culpabilidad, suficiente en sí misma para desvirtuar la presunción de inocencia, para constatar que la ausencia, la escasa verosimilitud, o la manifiesta falsedad de sus afirmaciones, no permite tomarlas en consideración como una explicación alternativa y razonable que desvirtúe la fuerza de convicción de la prueba de cargo (STS 359/2014[39]).

Cosa distinta es la posibilidad de incentivar la renuncia al silencio con la aplicación de la atenuante de confesión, prevista en el artículo 21.4º del código penal. Atenuante que armoniza con lo previsto en la Directiva UE 2016/343. Como tiene afirmado REBOLLO VARGAS[40], en cuanto a la previsión sobre el comportamiento cooperador de los sospechosos y acusados, la Directiva dispone que si presta una declaración inculpatoria es factible la atenuación de la pena. Previsión que, no creo que sea disparatado, puede fomentar el empleo de “incentivos perversos” con los que se brinde a los acusados a renunciar al ejercicio de sus derechos a cambio de una condena más leve, sin que, además, no se haga ninguna referencia a las condiciones o a las circunstancias que deben concurrir para que se considere válida la renuncia a esos derechos.

En un Estado, como el español, en el que las sentencias de conformidad son cada vez mayores, no puede extrañar que el incentivo de la confesión de culpabilidad, como atenuante, se considere un cómodo recurso (o una cómoda excusa) para la evitación del proceso. Es más, no resulta nada extraño que muchos operadores jurídicos reciban con agrado la atenuante de confesión, dada la inseguridad que supone verse sometido a un juicio con tan amplias facultades de interpretación, incluyendo el silencio del acusado, por parte del Tribunal. Sin embargo, esta nueva perspectiva del derecho penal no guarda relación con su naturaleza garantista, bien al contrario. Aboca a un derecho burocrático de imposición de penas, en el sentido sociológico de LUHMANN[41], que tan solo castiga y confirma, como señalaría JAKOBS[42], la vigencia de la norma frente a la sociedad: El derecho penal como expectativa social normativa.

 Cosa distinta es la crítica que, desde la perspectiva del derecho penal, como derecho público, pueda realizarse al manido instituto de la conformidad. Baste con un ejemplo: en los años 2016 y 2017 los juicios de conformidad en diligencias urgentes ante el juzgado de instrucción, alcanzó la cifra media del 61,9 % en toda España, alcanzando el 86,1% en Navarra, y superando el 70% en Asturias, Illes Balears, Castilla y León, Extremadura, Galicia, y País Vasco[43]. Es lo que se ha dado en llamar el boom de la justicia criminal negociada (DEL MORAL GARCÍA[44]).

5. Consideraciones particulares sobre la prueba de cargo: el indicio.

La prueba de cargo, única capaz de desvirtuar la presunción de inocencia, no puede convertirse en una suerte de sospecha, sin mayor respaldo que la especulación argumentativa o la conjetura hipotética. No se ha de destacar, por obvia, la peligrosa deriva a la que se conduciría una justicia penal que encuentra en la especulación imaginativa un arma más para condenar a un ciudadano. Se podría aducir que quien juzga debe tener derecho a usar la misma herramienta dialéctica que dispone un letrado para ejercer la defensa[45]. Pero pronto se advertirá del error, porque la defensa es un derecho individual que se enfrenta a una maquinaria estatal que no defiende, condena.

La consecuencia es bien distinta, y la seguridad cierta de que se ha llegado a la “verdad” debe ser una premisa ontológica incontestable para quien, acto seguido y, partiendo de ella, va a imponer una pena (sobre todo cuando se trata de una pena privativa de libertad).

En palabras de nuestro Tribunal Constitucional, el derecho a la presunción de inocencia es el derecho a no ser condenado sin prueba de cargo válida (STC 125/2017[46]). De ahí que para que pueda dictarse sentencia condenatoria será necesaria la certeza de los hechos imputados y su atribución al acusado, lo cual únicamente podrá alcanzarse mediante prueba suficiente que desvirtúe la presunción de inocencia (DE LUIS GARCÍA[47]).

Pero esa prueba de cargo no tiene por qué ser directa, ni tan siquiera venir de la confesión del acusado. Bien al contrario, la falta de prueba directa no implica que pueda alcanzarse una prueba de cargo válida a través de la prueba indiciaria. Es, en esta suerte de valor probatorio, donde el silencio del acusado podría convertirse en un indicio más, no el único, pero sí uno más que corrobore el resto de las evidencias periféricas existentes. Dicho de otra manera, no vale admitir que quien calla otorga; se ha de buscar explicación al silencio tomando en cuenta el acervo probatorio existente y la facilidad que podía tener el acusado para desvirtuarlo.

La prueba indiciaria para nuestro Tribunal Constitucional (STC 174/1985[48]), y como mecanismo para contrarrestar el derecho a la presunción de inocencia, trata de evitar la impunidad de múltiples delitos, particularmente los cometidos con especial astucia (SIC), eso sí, advirtiendo el Tribunal la necesidad de observarla con singular cuidado a fin de evitar que cualquier sospecha pudiera ser considerada como verdadera prueba de cargo.

Y para ello es necesaria la motivación seria e inequívoca del juez, pues, como se ha llegado a afirmar, el criterio para determinar la verdad de las afirmaciones realizadas a través de la motivación no es la certeza absoluta propia de las ciencias exactas o experimentales, sino la certeza moral, guía adecuada en el razonamiento del discurso práctico (ALISTE SANTOS[49]). En definitiva, es posible usar la prueba indiciaria (incluyendo el silencio del acusado), pero dicha prueba ha de motivarse hasta el punto de ser razonable y permitir a cualquier jurista comprender la corrección del razonamiento empleado.

En la jurisdicción penal existe, para garantizar todo ello, la necesidad de establecer de manera clara los hechos que resultan probados, precisamente para poder valorar (incluso en vía de recurso, para revisar la razonabilidad de la prueba valorada[50]) la correcta subsunción del hecho en el tipo que resulte de aplicación; y no solo eso, sino advertir cuándo un fundamento jurídico se convierte, al hilo de la argumentación, en un hecho que, sin embargo, no se declaró probado.

De ahí que el Tribunal Constitucional sostenga que la exigencia de que las Sentencias penales contengan una expresa declaración de hechos probados no impide que el Juez o Tribunal pueda realizar en los fundamentos de Derecho las deducciones e inferencias necesarias respecto de los hechos para subsumirlos en unas concretas normas jurídico-penales, pues ello es propio de la función de juzgar y únicamente podría llevarse a cabo el control de su constitucionalidad cuando las deducciones o inferencias sean injustificadas por su irracionalidad o cuando introdujeran nuevos hechos relevantes para la calificación jurídica y éstos no hayan sido consignados entre los declarados probados.

En este sentido, es necesario distinguir entre la deducción de hechos distintos a partir de los hechos declarados probados, a la que ningún reproche cabe hacer desde la perspectiva constitucional, y la introducción o modificación de nuevos hechos en contradicción con la declaración de hechos, supuesto este último que infringe el derecho a obtener la tutela judicial efectiva (STC 174/1992[51]). Dicho en otros términos, el silencio no es en sí mismo un hecho, pero sí un hecho procesal que permite argumentar un hecho material. La cuestión ha de tomarse con toda la seriedad, evitando convertir al silencio en el argumento que todo lo explica.

Esta estructura racional del discurso valorativo sí puede ser revisada en casación, censurando aquellas fundamentaciones que resulten ilógicas, irracionales, absurdas o, en definitiva, arbitrarias (art. 9.1 CE), o bien que sean contradictorias con los principios constitucionales, por ejemplo, con las reglas valorativas derivadas del principio de presunción de inocencia o del principio "nemo tenetur" (STS 1030/2006[52]).

Como ha señalado la Sala Penal del Tribunal Supremo, la persona acusada puede optar, en el ejercicio de los derechos antes mencionados, por no ofrecer ninguna explicación o por ofrecer una explicación no corroborada. Ni el silencio ni la explicación no convincente pueden convertirse en indicios fuertes o decisivos de su participación criminal en el hecho. Pero ello no impide, insistimos, que la explicación no creíble pueda, en efecto, ser utilizada, razonablemente, para evaluar la solidez de la cadena de informaciones probatorias que conforman la inferencia de culpabilidad. Dicho aprovechamiento no es, por tanto, probatorio sino argumental, respondiendo a un estándar de racionalidad social incuestionable: si la conclusividad de la inferencia resultante de la actividad probatoria desarrollada por la acusación solo podría verse, en términos cognitivos, afectada si la persona acusada, pudiendo, ofreciera una explicación razonable y verificable que la neutralizara o, al menos, introdujera una duda razonable, su ausencia puede reforzar la solidez del hecho-consecuencia. Dicho de otro modo, la ausencia de la más mínima corroboración de la hipótesis alternativa de no participación, cuando esta solo puede ofrecerla la persona acusada, puede reforzar en términos fenomenológicos la solidez de la inferencia basada en los resultados probatorios consecuentes al cumplimiento satisfactorio por parte de las acusaciones de la carga de prueba que les incumbe (STS 278/2021[53]).

La prueba indiciaria puede conceptuarse como aquella actividad probatoria cuya finalidad es acreditar el hecho principal no a través de prueba directa, sino a través de hechos secundarios y periféricos (denominados hechos base), y cuya presencia solo se explica por la existencia del hecho principal, quedando así demostrado éste. Dicho de otra manera, lo indicios solo tienen una explicación, que es, precisamente, que el hecho principal (el que es objeto de prueba, por ser elemento del tipo) tuvo que existir de manera incondicional (esa verdad necesaria y universal, de la que hablara KANT en su crítica de la razón pura).

De ahí que los indicios no deban permitir, a su vez, una interpretación a favor del reo, pues en tal caso solo la absolución sería admisible en términos constitucionales. Como sostiene la doctrina, debe distinguirse entre pruebas indiciarias y simples sospechas (DE AGUILAR GUALDA[54]), pues no será harto sencillo tomar por indicio lo que no es más que un argumento hipotético o conjetura. En todo caso, el indicio sí debe quedar probado de manera directa y clara.

Jurisprudencialmente, y siguiendo la extensa y completa STS 812/2016[55], los requisitos exigidos para admitir la prueba indiciaria son:

a) Pluralidad de los hechos-base o indicios, partiendo de que es máxima de la experiencia de que la realización del hecho base comporta la de la consecuencia (hecho principal). Como se señala en esta misma sentencia, la existencia de un hecho único o aislado conduciría a pronunciamientos arbitrarios, salvo que tenga especial significación. Piénsese en el caso de que a la declaración de la víctima se añadiera tan solo como indicio el silencio del acusado. Es obvio que, en tal caso, habría que valorarse muy meticulosamente el testimonio único de la víctima para no caer en odiosas interpretaciones contra reo, cuando tal testimonio no hubiera sido persistente, adoleciera de falta de verosimilitud, o la relación víctima /victimario fuera de enemistad previa manifiesta. Eso no significa que el hecho principal no se hubiera cometido, pero al juez le corresponde no solo decidir, sino motivar la decisión sin caer en una arbitrariedad por falta manifiesta de hechos, o insostenibilidad en el hilo argumentativo. Una condena no puede intuirse, debe ser la conclusión de un proceso argumentativo racional y lógico. Estos indicios pueden ser de cuatro clases: equiparables, orientativos cualificados y necesarios[56]

b) Precisión de que tales hechos-base estén acreditados por prueba de carácter directo y ello para evitar los riesgos inherentes que resultarían de admitirse una concatenación de indicios, con la suma de deducciones resultantes que aumentaría los riesgos en la valoración.

c) Necesidad de que sean periféricos respecto al dato fáctico a probar. Dicho de otra manera, y como sostiene la Sentencia mencionada, no todo hecho puede ser relevante; así, resulta preciso que sea periférico o concomitante con el dato fáctico a probar. Por ello mismo, esta prueba indirecta ha sido tradicionalmente denominada como circunstancial, pues el propio sentido semántico, como derivado de "circum" y "stare" implica "estar alrededor" y esto supone no ser la cosa misma, pero si estar relacionado con proximidad a ella.

d) Interrelación. Como derivada, la misma naturaleza periférica del hecho base exige que los datos estén no solo relacionados con el hecho nuclear precisado de prueba, sino también interrelacionados; es decir, como notas de un mismo sistema en el que cada una de ellas represente sobre las restantes en tanto en cuanto formen parte de él. La fuerza de convicción de esta prueba dimana no sólo de la adición o suma, sino también de esta imbricación.

e) Racionalidad de la inferencia. Como se tiene señalado, la prueba indiciaria no es un medio de prueba, sino una forma de valoración de los hechos indirectos plenamente acreditados. De ahí que entre ambos deba existir un "un enlace preciso y directo según las reglas del criterio humano" (art. 1253 Código civil), que debe consistir en que los hechos-base o indicios no permitan otras inferencias contrarias igualmente validas epistemológicamente.

f) Expresión en la motivación del cómo se llegó a la inferencia en la instancia, como forma de dar cumplimiento al artículo 120.3 de la Carta Magna; precepto que exige que todas las sentencias sean motivadas. 

Cabe imaginar que el silencio, per se, no puede generar una condena. La cuestión es si el silencio, unido a otros indicios puede ser una prueba más de la veracidad de la acusación. En nuestra opinión, y discrepando con la jurisprudencia, entendemos que el silencio no puede ser considerado como un indicio más porque quedaría limitado el alcance del derecho a no confesar, que en este caso sí debiera ser considerado un derecho absoluto y no relativo. La razón es clara, el silencio como ausencia total de “habla” no puede tenerse mas que por su carácter absoluto. De ahí la importancia de que si se opta por no hablar, se eviten las declaraciones “a medias”, porque el medio silencio sí podría tener consecuencias valorativas para el Tribunal por el mismo carácter selectivo que muestra el acusado frente a su silencio. Si calla cuando quiere, el Tribunal puede perfectamente extraer conclusiones valorativas. Como se tiene afirmado, el silencio debe ser interpretado como una ausencia de respuesta sin posibilidad de extraer consecuencia alguna de su ejercicio, ya sea positiva o negativa, para quien, en uso de su derecho, decide acogerse a él (LOZANO EIROA[57] y ASENCIO MELLADO[58]).

 Señala RIDAURA MARTÍNEZ[59] que el derecho a guardar silencio, así como a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable es el derecho a no auto-incriminarse, guardando una estrecha conexión con la presunción de inocencia y con el derecho de defensa. Sin que puedan extraerse consecuencias negativas exclusivamente del ejercicio del derecho a guardar silencio o de los derechos a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable. En este mismo sentido, y como recuerda la autora se expresa nuestro Tribunal Constitucional[60].

El silencio, en definitiva, no puede ser un medio de prueba si, al mismo tiempo, el ordenamiento jurídico lo reconoce como derecho fundamental. Sin embargo, a falta de mayores pruebas, la “corazonada” judicial buscará el mejor argumento para enervar la presunción de inocencia del acusado; y es ahí donde el silencio, o el fruto de la inmediación judicial como son los gestos (de alcance todavía más discutible) encontrará su mejor aliado.

6. Conclusiones.

El derecho penal es una rama jurídica necesitada de la máxima certeza. Certeza en su confección y en su aplicación. La seguridad jurídica, por tanto, debe ser el objetivo primero y último de la tipificación de cualquier tipo delictivo.

Pero esta seguridad jurídica, como presupuesto y meta del derecho penal, queda destruido si, en su aplicación práctica, la ambigüedad y los recursos “artísticos” se refrendan como herramientas validas en el proceso. El derecho penal no es un sector del conocimiento jurídico (no es solo una disciplina universitaria), ni tampoco una norma dispositiva. Es una norma imperativa dirigida al juez. En consecuencia, la razón de ser de esta rama jurídica es su aplicación, por lo que la regla procesal no puede quedar extramuros de la certeza del derecho penal.

Todas las críticas que hacemos a la creación judicial del derecho penal[61] no siempre son la consecuencia de tener un pésimo legislador. En ocasiones, la tarea de juzgar lleva a callejones oscuros, en donde es relativamente fácil representarse una disyuntiva vital: Aplicar la ley estricta (y absolver al que “intuimos” culpable) o argumentar en Derecho, para alcanzar una solución “justa” (condenar a quien creemos culpable, aunque no se nos presente así dada las pruebas), aunque discutible en términos jurídicos.

En estos callejones surgen las teorías que permiten - constitucionalmente- valorar hasta lo más insignificante, si ello cohonesta bien con el resto del argumentario. En este contexto encontramos el silencio del acusado. Desde nuestra perspectiva, no tiene mucho sentido categorizar el silencio como un derecho fundamental del acusado, al mismo tiempo que dejamos a los tribunales vía abierta para su valoración contra reo. Es, sencillamente, una contradicción y un defecto sistémico del engranaje jurídico.

O existen principios o no existen, pero no cabe predicar principios que luego son enervados por la propia realidad para los que se crearon. Por eso concluimos que el derecho penal no es una rama de conocimiento, sino la ciencia de su aplicación.

La doctrina Murray, como toda aquella jurisprudencia que ha nacido y crecido con ella, debe ser objeto de tratamiento cuidadoso, si no queremos caer en lo que denominamos constitucionalidad de etiqueta. Los argumentos no pueden disfrazarse de hechos, y mucho menos pueden motivar una resolución judicial que termine por privar de libertad a un sujeto.

De ahí que no baste con que los argumentos encuentren referencias jurisprudenciales ajenas (incluyendo la de tribunales internacionales). Es necesario que esa jurisprudencia pueda ser aplicable no solo al caso concreto, sino al ordenamiento jurídico español.

En definitiva, si el silencio es un derecho fundamental, un pilar básico del derecho de defensa, es inexplicable que, al mismo tiempo, pueda convertirse en una prueba de cargo contra el acusado. Es, sencillamente, una contradicción in terminis.

Sería recomendable, por ello, y de lege ferenda, que la Ley que rige el procedimiento penal, establezca normativamente y con absoluta claridad si el silencio puede o no puede ser objeto de valoración. Y si se optara por darle valor, habrá que reconsiderar y modificar todo el acto del plenario (y el orden de la práctica de las pruebas), para que ese silencio contra reo, del que se servirá el tribunal en la sentencia, pueda tener un contenido previsible para el acusado al final del juicio, y pueda consentir y decidir, bajo su responsabilidad, si quiere hablar o guardar silencio.

Como en todo lo que ocurre en Derecho, solo un consentimiento informado puede ser tenido por un acto de decisión libre. Permitir y refrendar lo contrario no es Derecho, es, sencillamente, un fraude.


Note e riferimenti bibliografici

[1] De hecho, en no pocas ocasiones se tiene la impresión de que, para el Tribunal, el informe jurídico oral de las partes es tenido en cuenta al mismo nivel que la última palabra que se concede al acusado. No debe olvidarse que el objetivo del informe oral consiste en la justificación de las conclusiones (SAP Almería 961/1999, de 24 de septiembre, ECLI:ES:APAL:1999:961)

[2] PÉREZ ARIAS, J. Algortimos y Big Data en la responsabilidad penal, en Derecho Penal, inteligencia artificial y neurociencias -Diritto Penale, intelligenza artificiale e neuroscienze- (Coord. PERIS RIERA, JM / Massaro, A), Roma, 2023, 165

[3] Los hechos, según la Sentencia 14310/88, de 28 de octubre de 1994 (https://hudoc.echr.coe.int/?i=001-57895) fueron los siguientes: “1. Los seis demandantes son ciudadanos irlandeses. Los dos primeros, la Sra. Margaret  Murray y el Sr. Thomas Murray, son marido y mujer. Los otros cuatro (Marc, Alana, Michaela  y Rossina Murray) son sus hijos. En 1982, en la época de los acontecimientos, residían todos  juntos en la misma casa en Belfast, en Irlanda del Norte.  2. En junio de 1982, dos de los hermanos de la primera demandante fueron condenados en los Estados Unidos de América por infracciones a la legislación sobre armas relacionadas con la compra de armas para el Ejército Republicano irlandés provisional («IRA Provisional»).  3. La Sra. Murray fue arrestada por el ejército en su domicilio familiar en Belfast el 26 de julio de 1982, a las siete de la mañana, en virtud del artículo 14 de la Ley de 1978 sobre el estado de urgencia en Irlanda del Norte. Tal y como ha sido interpretada por los tribunales internos, esta disposición autorizaba al ejército a arrestar y detener durante un período máximo de cuatro horas a una persona sospechosa de haber cometido una infracción, con la condición de que las sospechas del militar que procediera al arresto fueran auténticas y sinceras. Según el ejército, la Sra. Murray fue arrestada porque se la suponía participante en la recogida de fondos para la compra en los Estados Unidos de armas destinadas al IRA provisional. Mientras ella se vestía, los otros demandantes fueron despertados y obligados a reunirse en el salón. Durante ese lapso de tiempo, los soldados tomaron notas acerca de los interesados y su casa. Preguntado dos veces por la Sra. Murray sobre el artículo de la legislación sobre el que se basaba el arresto, el militar responsable del arresto, un cabo de sexo femenino, respondió: «El artículo 14». Entonces la Sra. Murray fue conducida al centro de interrogatorios del ejército situado en Springfield Road, donde permaneció detenida durante dos horas para los fines del interrogatorio. No respondió a ninguna pregunta, salvo para negar su identidad. En un momento determinado de su estancia en el centro fue fotografiada sin saberlo y sin su consentimiento. Fue liberada a las 9,45 horas de la mañana sin haber sido inculpada. 4. En 1984 la Sra. Murray entabló, en vano, acciones judiciales contra el Ministro de Defensa por encarcelamiento abusivo y otros delitos civiles. La Sra. Murray y el cabo prestaron testimonio. La Sra. Murray reconoció que había estado en contacto con sus hermanos y que había ido a los Estados Unidos. Aunque el cabo no tuviese un recuerdo preciso del interrogatorio de la Sra. Murray en el centro militar, sí se acordaba que algunas preguntas habían versado sobre dinero y sobre los Estados Unidos. El Juez de Primera Instancia dio crédito al testimonio del cabo. Nuevamente la Sra. Murray atacó la legalidad de su arresto y algunos aspectos relacionados ante el Tribunal de Apelación, que rechazó sus quejas en febrero de 1987, pero le concedió la autorización para plantear el caso ante la Cámara de los Lores. Ésta rechazó la demanda de la interesada en mayo de 1988. 5. La Ley de 1978 por la que la Sra. Murray fue arrestada forma parte de la legislación especial adoptada en el Reino Unido a fin de combatir la amenaza de la violencia terrorista en Irlanda del Norte. El artículo 14 fue sustituido en 1987 por una disposición que exigía que todo arresto estuviese fundamentado en sospechas verosímiles.

[4] Artículo 6.- Derecho a un proceso equitativo: 1. Toda persona tiene derecho a que su causa sea oída equitativa, públicamente y dentro de un plazo razonable, por un tribunal independiente e imparcial, establecido por la ley, que decidirá los litigios sobre sus derechos y obligaciones de carácter civil o sobre el fundamento de cualquier acusación en materia penal dirigida contra ella. La sentencia debe ser pronunciada públicamente, pero el acceso a la sala de audiencia puede ser prohibido a la prensa y al público durante la totalidad o parte del proceso en interés de la moralidad, del orden público o de la seguridad nacional en una sociedad democrática, cuando los intereses de los menores o la protección de la vida privada de las partes en el proceso así lo exijan o en la medida considerada necesaria por el tribunal, cuando en circunstancias especiales la publicidad pudiera ser perjudicial para los intereses de la justicia. 2. Toda persona acusada de una infracción se presume inocente hasta que su culpabilidad haya sido legalmente declarada.

[5] Parágrafo 42 de la sentencia

[6] Esta opinión jurídica se sostiene, por parte de Amnistía Internacional, tomando en cuenta el artículo 14.3 g) del Pacto Internacional de Naciones Unidas relativo a los derechos civiles y políticos (en donde establece que el acusado no puede ser obligado a declarar en su contra ni a reconocerse culpable), el artículo 42 A del Reglamento de procedimiento y de prueba del Tribunal Internacional para la «ex» Yugoslavia (que señala que el sospechoso tiene el derecho de guardar silencio) y, al entonces proyecto de estatuto de un Tribunal Penal Internacional (hoy Estatuto de Roma) que en su artículo 26.6 a) i), señala que el silencio no puede ser tomado en consideración para determinar la culpabilidad o la inocencia del sospechoso.

[7] Parágrafo 42 de la sentencia

[8] Ibidem.

[9] La doctrina Murray se ha aplicado en posteriores resoluciones, destacando, entre otras, la Decisión del TEDH, caso Zschüschev c. Bélgica, de 2 de mayo de 2017

[10] Aunque matizando, eso sí, que al procesado no le exigirá juramento.

[11] ASENCIO GALLEGO, JM. El derecho a guardar silencio del incriminado, en Revista Digital de la Maestría en Ciencias Penales. Número 9, Año 9, Costa Rica, 2017, 5.

[12] STS 654/1997, de 4 de febrero (ECLI:ES:TS:1997:654)

[13] Considerando 24 de la norma.

[14] Así ocurre, por ejemplo, en Australia, Francia, Alemania. Si lo está en cambio en España (articulo 24 de la Constitución española) Estados Unidos (quinta enmienda), Canadá (secciones 7 y 11(c) del Canadian Charter of Rights and  Freedoms), y Colombia (art. 33 de su Constitución). Para mayor detalle puede consultarse RIVEROS-BARRAGÁN, JD. El derecho a guardar silencio: Visión comparada y caso colombiano, en International Law: Revista Colombiana De Derecho Internacional, 6(12). Bogotá, 2008, 378-384

[15] MAGRO SERVET, V. “El derecho a no declarar de los acusados en el juicio oral y la viabilidad de la lectura de sus declaraciones en la instrucción”, en La Ley. Revista jurídica española de doctrina, jurisprudencia y bibliografía. Nº 1, 2006, 1436

 [16] No person shall be held to answer for a capital, or otherwise infamous crime, unless on a presentment or indictment of a grand jury, except in cases arising in the land or naval forces, or in the militia, when in actual service in time of war or public danger; nor shall any person be subject for the same offense to be twice put in jeopardy of life or limb; nor shall be compelled in any criminal case to be a witness against himself, nor be deprived of life, liberty, or property, without due process of law; nor shall private property be taken for public use, without just compensation.

[17] Se trata de la archiconocida fórmula “You have the right to remain silent. Anything you say can and will be used against you in a court of law. You have a right to an attorney. If you cannot afford an attorney, one will be appointed for you”

[18] New York v. Quarles, 467 U.S. 649 (1984).

[19] Dickerson v. United States. Certiorari to The United States Court of Appeals for the Fourth Circuit, No. 99-5525. Argued April 19, 2000-Decided June 26, 2000

[20] Caso Zschüschev c. Bélgica, de 2 de mayo de 2017

[21] STC 36/1983, de 11 de mayo (ECLI:ES:TC:1983:36)

[22] STC 127/1992, de 28 de septiembre (ECLI:ES:TC:1992:127)

[23] STC 197/1995, de 21 de diciembre (ECLI:ES:TC:1995:197)

[24] STC 229/1999, de 13 de diciembre (ECLI:ES:TC:1999:229)

[25] STC 127/2000, de 16 de mayo (ECLI:ES:TC:2000:127)

[26] CAROCCA PÉREZ, A. Garantía constitucional de la defensa procesal. Barcelona, 1998, 190

[27] ORTEGO PÉREZ, F. “Consideraciones sobre el derecho del imputado a guardar silencio y su valor (Interpretación jurisprudencial del ius tacendi)”, en Diario La Ley, núm. 1. 2006, 1

[28] DUART ALBIOL, J.J. La ley del silencio en el proceso penal (The law of silence in criminal proceedings), en Justicia: Revista de Derecho Procesal, Núm. 2, 2021, 343-344

[29] REBOLLO VARGAS, R. El derecho a guardar silencio, a no declarar contra sí mismo y a estar presente en juicio: análisis y pautas interpretativas sobre algunas cuestiones de la Directiva (UE) 2016/343 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 9 de marzo de 2016, en Cuadernos de Política Criminal, Número 128, II, Época II, septiembre 2019, 188.

[30]Señala este precepto que el ejercicio por parte de los sospechosos y acusados del derecho a guardar silencio y a no declarar contra sí mismos no se utilizará en su contra ni se considerará prueba de haber cometido la infracción penal de que se trate

[31] STS 5752/2014, de 23 de diciembre (ECLI:ES:TS:2014:5752). En el mismo sentido, STS 3702/2019, de 13 de noviembre (ECLI:ES:TS:2019:3702)

[32] Nótese, además, que las declaraciones policiales no tienen valor probatorio, conforme al Acuerdo del Pleno no jurisdiccional de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, de 3 de junio de 2015. Concretamente se indica en dicho acuerdo que “Las declaraciones ante los funcionarios policiales no tienen valor probatorio. No pueden operar como corroboración de los medios de prueba.  Ni ser contrastadas por la vía del art. 714 de la LECri. Ni cabe su utilización como prueba preconstituida en los términos del art. 730 de la LECri. Tampoco pueden ser incorporadas al acervo probatorio mediante la llamada como testigos de los agentes policiales que las recogieron. Sin embargo, cuando los datos objetivos contenidos en la  autoinculpación son acreditados como veraces por verdaderos medios de prueba, el conocimiento de aquellos datos por el declarante evidenciado en la autoinculpación puede constituir un hecho base para legítimas y lógicas inferencias. Para constatar, a estos exclusivos efectos, la validez y el contenido de la declaración policial, deberán prestar testimonio en el juicio los agentes policiales que la presenciaron”.

[33] Artículo 701 Ley de enjuiciamiento criminal: … Las pruebas de cada parte se practicarán según el orden con que hayan sido propuestas en el escrito correspondiente. Los testigos serán examinados también por el orden con que figuren sus nombres en las listas. El Presidente, sin embargo, podrá alterar este orden a instancia de parte y aun de oficio cuando así lo considere conveniente para el mayor esclarecimiento de los hechos o para el más seguro descubrimiento de la verdad.

[34] STS 1718/2015, de 30 de abril (ECLI: ES:TS:2015:1718)

[35] Como señala la citada STS 1718/2015, de 30 de abril, el orden en el que deben practicarse las pruebas está predeterminado legalmente en el artículo 701 de la Lecrim (ECLI: ES:TS:2015:1718)

[36] Propuesta de texto articulado de Ley de Enjuiciamiento Criminal, elaborada por la Comisión Institucional creada por Acuerdo de Consejo de Ministros de 2 de marzo de 2012

[37] Art. 448 Proyecto: 1. El encausado prestará declaración única y exclusivamente a instancia de su Letrado. La declaración del encausado podrá ser propuesta por su Letrado en cualquier momento del juicio hasta la terminación de la fase probatoria, aun cuando no haya sido incluida en el escrito de defensa. El Tribunal en ningún caso podrá rechazarla. 2. La declaración del encausado se llevará a cabo en el turno de prueba de la defensa y cuando haya finalizado la práctica de todos los medios de prueba restantes. 3. Ni el Ministerio Fiscal ni el resto de las partes podrán solicitar en momento alguno del juicio oral la  declaración del encausado como medio de prueba. Si se solicitare, el Tribunal rechazará de plano la petición. 4. El Tribunal, antes de iniciarse el interrogatorio, informará al encausado de los derechos que le asisten, especialmente el de no contestar a cualquiera de las preguntas que se le formulen o a todas ellas. 5. No se podrá atribuir valor probatorio alguno a la falta de proposición por la defensa de la declaración del encausado, ni a la negativa de éste a contestar a alguna o algunas de las preguntas que se le formulen. 6. La declaración comenzará con las preguntas que formule el Letrado del, encausado pudiendo interrogarle a continuación el Ministerio Fiscal y las demás partes. En lo demás, bajo la dirección del Magistrado o Presidente del Tribunal, serán de aplicación las reglas establecidas en el artículo 266.

[38] En el mismo sentido, STS 4252/2013, de 25 de julio (ECLI:ES:TS:2013:4252)

[39] STS 1773/2014, de 30 de abril (ECLI:ES:TS:2014:1773)

[40] REBOLLO VARGAS, R. El derecho a guardar silencio…, op. cit., 202.

[41] Como he tenido ocasión de señalar en otros trabajos, El sistema (descrito por Luhmann) sería una máquina de selección de soluciones, de forma que, a través del proceso, entre las dos opciones posibles (código binario) elige una (que queda actualizada), quedando las demás latentes. No se trata de considerar que las otras soluciones latentes son incorrectas (doble contingencia) lo que importa es que la selección de una de ellas resuelve el conflicto, reduciendo la complejidad del sistema. Lo que interesa, por tanto, es resolver. PÉREZ ARIAS, J. Sistema de atribución de responsabilidad penal a las personas jurídicas. Madrid, 2014, 140.

[42] Para mayor profundidad, puede verse JAKOBS, G. Derecho penal. Parte general. Fundamentos y teoría de la imputación. Madrid, 1995

[43] Boletín de Información Estadística. Datos Justicia. CGPJ. Octubre 2018, pág. 7

[44] DEL MORAL GARCÍA, A. “La conformidad en el proceso penal”, en Revista Auctoritas Prudentium, Nº. 1, Guatemala, 2008, 2.

[45] No se debe olvidar que el realismo jurídico norteamericano defiende, yendo más allá, la intuición judicial (o “corazonada”), como recurso para la obtención del conocimiento de un hecho por parte del juez. Deben recordarse las palabras del juez federal de Texas HUTCHENSON: permítanme  afirmar  aquí  que,  al  utilizar  sus  presentimientos  o “corazonadas”,  el  juez  no  hace  sino  exactamente  lo  mismo  que  lo  que hacen  los  abogados  al  analizar  sus  asuntos,  pero  con  una  excepción: que el abogado, teniendo un objetivo predeterminado consistente en ganar  el  asunto  y  quedar  bien  con  su  cliente,  busca  y  conserva  tan  sólo aquellos presentimientos y corazonadas que le mantengan en el camino que ha elegido desde el inicio, mientras que el juez, quien tan sólo tiene la  misión  de  encontrar  una  solución  justa,  seguirá  sus  presentimientos, sus  corazonadas,  en  cualquier  dirección … (HUTCHENSON, JC. El juicio por intuición: la función de la corazonada en la decisión judicial (trad. ONTIVEROS ALONSO, M) del artículo original The  Judgment  Intuitive:  The  Function  of  the  “Hunch”  in  Judicial  Decision,   en  American  Legal  Realism,  Nueva  York,  1993, 78

[46] STC 125/2017, de 13 de noviembre (ECLI:ES:TC:2017:125)

[47] DE LUIS GARCÍA, E. La prueba, en Manual de Derecho Procesal (Coord. SÁNCHEZ GÓMEZ/MONTORO SÁNCHEZ). Madrid. 2021, 237

[48] STC 174/1985, de 17 de diciembre (ECLI:ES:TC:1985:174)

[49] ALIESTE SANTOS, T.J. La motivación de las resoluciones judiciales. Madrid. 2018, 235-236

[50] STS 3504/2019, de 4 de noviembre (ECLI:ES:TS:2019:3504)

[51] STC 174/1992, de 2 de noviembre (ECLI:ES:TC:1992:174)

[52] STS 6637/2003, de 25 de octubre (ES:TS:2006:6637)

[53] STS 1306/2021, de 25 de marzo (ECLI:ES:TS:2021:1306). En el mismo sentido, STS 5/2022, 12 de Enero (ECLI:ES:TS:2022:5)

[54] DE AGUILAR GUALDA, S. La prueba en el proceso penal, Barcelona, 2017, 23

[55] V.gr. STS 4672/2016, de 28 de octubre (ECLI:ES:TS:2016:4672)

[56] Como señala la STS 4672/2016, de 28 de octubre (ECLI:ES:TS:2016:4672) los indicios equiparables serían aquellos que además de a la hipótesis acusatoria pueden ser reconducibles a otra hipótesis con el mismo o parecido grado de probabilidad. Por ejemplo, en la pistola de la que partió el tiro que mató a una persona, aparecen huellas de dos individuos. El indicio de las huellas apunta indistintamente a estas dos personas como autor de la muerte. Los Indicios orientativos (o de la probabilidad prevalente) serían aquellos que conectan, además de con la hipótesis acusatoria, con otra hipótesis alternativa, pero con un grado de probabilidad superior a favor de la primera. Por ejemplo, en el lugar del homicidio aparecen casquillos de bala de dos calibres distintos, lo que implica el uso de dos armas diferentes. Este indicio permite sustentar dos hipótesis: que participaron dos individuos en los disparos o que un único individuo utilizó sucesiva o al mismo tiempo dos armas. Si tomamos como máxima de experiencia el principio de economía del comportamiento humano ("simplicidad" en la explicación y "adecuación de medio a fin) no hay duda de que el empleo de dos armas a cargo de dos personas parece de más simple ejecución que lo supuesto en la hipótesis alternativa, aunque ésta no puede ser excluida de forma absoluta (pues bien pudo suceder que el atacante quisiera incrementar la eficacia de su acción empuñando dos armas). Los Indicios cualificados (o de alta probabilidad) son aquellos que acrecientas sobremanera la probabilidad de la hipótesis acusatoria, no tanto por el indicio en si (por ejemplo, una huella dactilar) sino fundamentalmente porque no se vislumbra ninguna hipótesis alternativa, y si los hechos hubieran ocurrido de otro modo, sólo el acusado estaría en condición de formular la contra hipótesis correspondiente. Por ejemplo, en un atraco a un Banco aparecen huellas del acusado en el interior de la caja fuerte, y éste nunca ha mantenido relación alguna con la entidad bancaria. No se ve qué hipótesis se puede manejar que no sea su participación en el hecho -salvo que el acusado ofrezca alguna explicación que confiera alguna verosimilitud. Y los Indicios necesarios son aquellos que en aplicación de leyes científicas o de constataciones sin excepción, excluyen la posibilidad de cualquier alternativa a la hipótesis acusatoria. No son los índicos más frecuentes, pero si los más seguros. Los ejemplos que suelen citarse son los relacionados con la comparación del ADN o con las huellas dactiloscópicas del acusado.

[57] LOZANO EIROA, M. El derecho al silencio del imputado en el proceso penal, en Diario La Ley, núm. 7925, 2012, 2

[59] RIDAURA MARTÍNEZ, La Libertad Personal, en Manual de Derecho Constitucional. Volumen I (Dir. LÓPEZ GUERRA, L/ ESPÍN. E), Valencia, 2022, 255

[60] STC 127/2000, de 16 de mayo (ECLI:ES:TC:2000:127), entre otras.

[61] Pueden verse en PÉREZ ARIAS, J. Creación judicial del derecho penal (la responsabilidad penal corporativa. Interacción legal y jurisprudencial), Madrid, 2022

BIBLIOGRAFÍA.

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VÁZQUEZ SOTELO, JL. "Comentario a la sentencia del Tribunal Supremo, Sala Segunda, de 16 de septiembre de 1985. Comentario de jurisprudencia". Diario de La Ley, Tomo 1 (p. 486), 1986.

8. ÍNDICE JURISPRUDENCIAL.

TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

  • STC 36/1983, de 11 de mayo (ECLI:ES:TC:1983:36)
  • STC 174/1985, de 17 de diciembre (ECLI:ES:TC:1985:174)
  • STC 127/1992, de 28 de septiembre (ECLI:ES:TC:1992:127)
  • STC 174/1992, de 2 de noviembre (ECLI:ES:TC:1992:174)
  • STC 197/1995, de 21 de diciembre (ECLI:ES:TC:1995:197)
  • STC 229/1999, de 13 de diciembre (ECLI:ES:TC:1999:229)
  • STC 127/2000, de 16 de mayo (ECLI:ES:TC:2000:127)
  • STC 125/2017, de 13 de noviembre (ECLI:ES:TC:2017:125)

TRIBUNAL SUPREMO

  • STS 654/1997, de 4 de febrero (ECLI:ES:TS:1997:654)
  • STS 6637/2003, de 25 de octubre (ES:TS:2006:6637)
  • STS 4252/2013, de 25 de julio (ECLI:ES:TS:2013:4252)
  • STS 1773/2014, de 30 de abril (ECLI:ES:TS:2014:1773)
  • STS 5752/2014, de 23 de diciembre (ECLI:ES:TS:2014:5752)
  • STS 1718/2015, de 30 de abril (ECLI: ES:TS:2015:1718)
  • STS 4672/2016, de 28 de octubre (ECLI:ES:TS:2016:4672)
  • STS 3504/2019, de 4 de noviembre (ECLI:ES:TS:2019:3504)
  • STS 3702/2019, de 13 de noviembre (ECLI:ES:TS:2019:3702)
  • STS 1306/2021, de 25 de marzo (ECLI:ES:TS:2021:1306)
  • STS 5/2022, 12 de Enero (ECLI:ES:TS:2022:5)